Lolabelle, esa rat terrier de ojos saltones que murió en 2011, era una perra especial. Era especial no sólo porque vivía en un hogar de artistas, integrado por Anderson y su esposo, el músico Lou Reed (1942-2012), a quien está dedicado el libro. Ella hacía, a su manera, arte. Cuando la perra se quedó ciega, su entrenadora Elizabeth decidió enseñarle a pintar. Lolabelle empezó a pintar varios cuadros por día; obras abstractas en rojo brillante. También hizo pequeñas esculturas, presionando su pata contra pedazos de plastilina. Y aprendió a tocar el piano con un pequeño marcador que Elizabeth usaba. La famosa perrita hizo un montón de conciertos a beneficio de otros animales. Cuando se enfermó, ellos –Laurie y Lou– quisieron contrarrestar el discurso obvio en esas circunstancias –“obviamente, no quieren que sufra” y la sugerencia de la inyección para dormirla y que deje de respirar– y pidieron consejo al maestro budista que compartían. Él dijo: “Los animales son como las personas. Se acercan a la muerte y después retroceden. Es un proceso y no tenés el derecho a quitárselo”. Entonces la sacaron del hospital y se la llevaron a casa. “Nos quedamos con ella durante tres días mientras su respiración se hacía cada vez más lenta y después se frenó –recuerda–. Aprendimos a amar a Lola de la misma forma en que ella nos amó, con una ternura que no sabíamos que podíamos tener”.
Lolabelle, esa rat terrier de ojos saltones que murió en 2011, era una perra especial. Era especial no sólo porque vivía en un hogar de artistas, integrado por Anderson y su esposo, el músico Lou Reed (1942-2012), a quien está dedicado el libro. Ella hacía, a su manera, arte. Cuando la perra se quedó ciega, su entrenadora Elizabeth decidió enseñarle a pintar. Lolabelle empezó a pintar varios cuadros por día; obras abstractas en rojo brillante. También hizo pequeñas esculturas, presionando su pata contra pedazos de plastilina. Y aprendió a tocar el piano con un pequeño marcador que Elizabeth usaba. La famosa perrita hizo un montón de conciertos a beneficio de otros animales. Cuando se enfermó, ellos –Laurie y Lou– quisieron contrarrestar el discurso obvio en esas circunstancias –“obviamente, no quieren que sufra” y la sugerencia de la inyección para dormirla y que deje de respirar– y pidieron consejo al maestro budista que compartían. Él dijo: “Los animales son como las personas. Se acercan a la muerte y después retroceden. Es un proceso y no tenés el derecho a quitárselo”. Entonces la sacaron del hospital y se la llevaron a casa. “Nos quedamos con ella durante tres días mientras su respiración se hacía cada vez más lenta y después se frenó –recuerda–. Aprendimos a amar a Lola de la misma forma en que ella nos amó, con una ternura que no sabíamos que podíamos tener”.