Kathryn Scanlan/ Fiordo


Sonia, una entrenadora de caballos de carrera, le cuenta su vida a una escritora. La escritora toma esas entrevistas y extrae lo esencial: la voz, el tono, los giros del lenguaje, el núcleo emocional de cada anécdota. Corta, descarta, monta, vuelve a editar.


«Scanlan escribe sobre la vida ordinaria de maneras extraordinarias, y lo hace compactándola de manera radical, como si presionara carbono para obtener diamantes. Cuando Sonia describe la fuerza que absorbe un solo casco en cada tranco del galope de un caballo —“quinientos kilos de presión sobre esa única pierna delgada”—, también podría estar describiendo la sintaxis de Scanlan: frases compactas que alojan muchísima presión. La obra se estructura en temas recurrentes: la violencia y los placeres de la intimidad, el bálsamo y el agotamiento del trabajo duro, nuestro vínculo con los animales y con nuestra propia naturaleza animal; esos impulsos de deseo y agresión que nos descolocan y nos vuelven a reacomodar». Leslie Jamison, The New Yorker


 

Kathryn Scanlan/ Fiordo


Sonia, una entrenadora de caballos de carrera, le cuenta su vida a una escritora. La escritora toma esas entrevistas y extrae lo esencial: la voz, el tono, los giros del lenguaje, el núcleo emocional de cada anécdota. Corta, descarta, monta, vuelve a editar.


«Scanlan escribe sobre la vida ordinaria de maneras extraordinarias, y lo hace compactándola de manera radical, como si presionara carbono para obtener diamantes. Cuando Sonia describe la fuerza que absorbe un solo casco en cada tranco del galope de un caballo —“quinientos kilos de presión sobre esa única pierna delgada”—, también podría estar describiendo la sintaxis de Scanlan: frases compactas que alojan muchísima presión. La obra se estructura en temas recurrentes: la violencia y los placeres de la intimidad, el bálsamo y el agotamiento del trabajo duro, nuestro vínculo con los animales y con nuestra propia naturaleza animal; esos impulsos de deseo y agresión que nos descolocan y nos vuelven a reacomodar». Leslie Jamison, The New Yorker


 

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